Los temores de Maya
Cuando de pequeña veía los dibujos de la abeja Maya, me
llamaba mucho la atención que la encantadora abejita y su amigo Willy tuvieran
tanto miedo de los humanos. Lo tenían porque habían sido alertados sobre el
peligro que corrían si entraban en contacto con esta especie de seres
despiadados.
Hoy que ya soy grande, confieso que mi admiración por las
abejas y su licenciatura comunitaria en geometría, arquitectura y gestión de
equipos no resta un ápice del temor que me producen ellas a mí. Me inquietan
porque no puedo decirles amablemente “¿puedes
apartarte de mi melón?” y esperar que me entiendan. Por lo tanto, me queda
palmear el aire que nos rodea y exponerme a que me piquen. En cualquier caso,
no tengo ninguna duda de que si alguna abeja me hiciera daño sería como
respuesta a un sentimiento de amenaza.
Después de la noticia
que conocí ayer no me ha quedado más remedio que ponerme del lado de Maya. Los
humanos y humanas somos muchas veces terribles en nuestra relación con otros
seres vivos. La alta estima que nos tenemos por encima de todas las especies nos
convierte en déspotas, egoístas, carentes por completo de empatía con el
sufrimiento animal.
El pasado viernes una cría de delfín perdida murió en una
playa de Mojácar, víctima del acoso al que fue sometida por un grupo numeroso
de bañistas que la gozaron haciéndose selfies
con ella, sacándola del agua, mostrándola a sus niños y niñas… Hasta que de
purito estrés la cría murió.
Conocí la noticia por un informativo de televisión y pude escuchar un par de voces que decían con preocupación “Devolvedlo al mar…”. La voz de alarma definitiva la puso, al parecer, un socorrista que llamó al 112 y se hizo paso entre la multitud para auxiliar al delfín lactante que ya había sufrido un fallo cardiorrespiratorio irreversible.
Conocí la noticia por un informativo de televisión y pude escuchar un par de voces que decían con preocupación “Devolvedlo al mar…”. La voz de alarma definitiva la puso, al parecer, un socorrista que llamó al 112 y se hizo paso entre la multitud para auxiliar al delfín lactante que ya había sufrido un fallo cardiorrespiratorio irreversible.
¿Qué nos pasa? ¿A alguien se le ocurre hacerse un selfie con un niño perdido o
enseñarlo como trofeo a las amistades? Si, ya sé, ya sé. Ya sé que no es
exactamente lo mismo porque un niño no es una especie exótica difícil de tener
ante los ojos. Pero también porque en un niño perdido vemos automáticamente a
una personita desamparada que sufre, y también a una madre o a un padre que lo
buscan con desesperación. Activamos todos nuestros protocolos de emergencia
para reagrupar a esa familia sí o sí.
¿Qué ocurrió para que toda esa gente que se acercó a ver al
delfín desenfocara el hecho y viera un espectáculo familiar donde había una
cría perdida sin posibilidades lejos de su madre? ¿Qué pasa con la empatía, la
responsabilidad comunitaria del cuidado de la Naturaleza y sus especies?
Estaba en Almería cuando ocurrió esto; en Mojácar, la
víspera. Podría haber estado en esa playa cuando arribó el delfín. Creo que me
hubiera puesto como una loca si llego a ver lo que la televisión me mostró días
después. Porque no alcanzo a comprender cómo pasó. ¿Dónde estaba la gente con
sentido común y sensibilidad que podía haber frenado a la pandilla de cafres
del selfie con todo y en todas partes? ¿No es de cajón avisar al socorrista o
llamar a emergencias, Policía, no sé… pedir ayuda?
Yo pensaba que habían quedado lejos aquellos tiempos en los que
la chiquillería se entretenía metiendo petardos a las ranas por el ano,
arrancando las alas a las moscas, cortando el rabo a las lagartijas, echando
pintura sobre el pelo de los gatos… Pero, visto lo visto, no sé… Me preocupa
la vigencia de los temores de Maya y que sigamos teniendo sin aprobar esta asignatura pendiente tan, tan básica.
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